Nos hemos acostumbrado al estrés. Nos hemos acostumbrado hasta tal punto, que incluso hemos desarrollado un cierto síndrome de Estocolmo, es decir, muchos de nosotros tenemos una relación de complicidad y un fuerte vínculo afectivo con nuestro captor.
Sabemos que el estrés aumenta el riesgo de sufrir una isquemia cerebral: una obstrucción del flujo sanguíneo que dificulta el acceso de la sangre al cerebro. También, que las personas con empleos muy exigentes y con poca posibilidad de control tienen un 58% más de probabilidades de sufrir una isquemia que los que tienen trabajos más tranquilos. Y esto es así, entre otras cosas, porque los empleos estresantes pueden conllevar hábitos poco saludables. Por ejemplo, tener una vida sedentaria y una alimentación poco equilibrada.
Pero, a pesar de conocer todas estas advertencias, ¿alguna vez nos hemos planteado por qué mantenemos este ritmo de vida y no cortamos una relación tan dañina para nosotros?
En los últimos años observamos un fenómeno muy curioso: hay personas que les encanta hacer muchas cosas a la vez, esa sensación de no dar abasto, de adrenalina. Quizás se quejan de que están agobiados, que las tareas diarias les superan… pero detrás de estas verbalizaciones hay un cierto gusto. Porque la recompensa personal (que pocas veces ocurre) de llegar a todo, de conseguirlo, no tiene precio.
Hemos sido educados para sentir que si paramos, es malo; que si dejamos de estar ocupados, es síntoma de fracaso. Y es que, a veces parar da mucho miedo. Da susto porque implica sentir y darnos cuenta de muchas cosas que pasamos por alto (o no queremos ver) cuando vamos a gran velocidad en piloto automático.
Deberíamos reflexionar acerca del compromiso que tenemos con nuestro propio bienestar. Quizás, ha llegado el momento de pensar por qué hacemos esto o aquello, de romper con relaciones dañinas, y de concedernos el espacio y el tiempo que necesitamos.
María José Ortega